La crisis crónica de las instituciones en México
Fuente: CIDAC
Autor: CIDAC
Autor: CIDAC
El
sistema institucional en México ha adolecido de un vicio desde su
fundación. Formalmente, salvo en determinados momentos en los cuales se
establecieron autoridades unipersonales al estilo de las tropicales
monarquías de Iturbide y Maximiliano, o de las dictaduras de Díaz y
Santa Anna, las élites políticas en turno han intentado adscribirse al
modelo de tres poderes de gobierno y a su ideal de esquema de pesos y
contrapesos. Sin embargo, la realidad siempre ha aplastado dicho
imaginario de instituciones en equilibrio, y ha terminado por concentrar
el poder en el titular del Poder Ejecutivo.
La
figura presidencial mexicana ha adquirido su fortaleza y preponderancia
a costa de contrapesos débiles o, de plano, supeditados a ella. La
historia muestra que las principales épocas de estabilidad y crecimiento
económico –aunque no necesariamente de bienestar para la mayoría de la
población—se han caracterizado por ejercicios autoritarios. No obstante,
los hechos han demostrado que esto ha tenido altos precios para el
desarrollo de largo plazo, y se han traducido en bonanzas inequitativas y
no sustentables. Esto de ninguna forma es casual, y la clave de los
cíclicos fracasos de las promesas de despegue económico del país radica,
entre otras cuestiones, a no haber ido a la par de una construcción de
instituciones sólidas.
Ahora
bien, confundir la solidez institucional con el control de una sobre
las otras ha probado ser una fórmula de resultados de corto aliento, y
casi siempre destinada al debilitamiento de la legitimidad de la
autoridad en general. El problema se hace evidente justo cuando quienes
ostentan el gobierno comienzan a dar visos de parálisis, ausencia de
proyecto, e incapacidad de atención a coyunturas determinadas. La actual
crisis en México, donde el caso Ayotzinapa es apenas un síntoma de un
mal mayor, devela un problema de debilidad institucional cuyo
catalizador no han sido tanto los trágicos acontecimientos de Iguala y
sus derivados, sino la pretensión del gobierno federal de atraer al
presente un modelo centralizador de ejercicio del poder que, en cierto
sentido, funcionaba antaño, pero ya no tiene cabida –porque es inviable-
en el México contemporáneo.
Por
otra parte, casi todas las críticas por la situación del país suelen
enfocarse en la labor y el grado de liderazgo del presidente de la
República. Esto resulta lógico si se considera cómo ha operado el
sistema político mexicano por décadas. La cuestión es que pocas veces se
acude a la corresponsabilidad del resto de los actores políticos, en
particular de aquellos quienes participan en los otros dos poderes de
gobierno, el Legislativo y el Judicial, como un elemento indispensable a
fin de explicar y, sobre todo, tratar de hallar soluciones a los
problemas coyunturales y estructurales de México. Con la primera
alternancia partidista posrevolucionaria en el Poder Ejecutivo dada en
el año 2000, se esperaba que el régimen de pesos y contrapesos comenzara
a cuajar en el espíritu de la transición democrática. Esto no ocurrió.
Por el contrario, la figura presidencial fue paulatinamente quedándose
aislada ante un Congreso que nunca le fue afín, una paupérrima capacidad
de gestión, y un diseño constitucional que, paradójicamente, le otorga
muy pocas potestades. Cabe recordar que el poder autoritario con el cual
se ejerció la Presidencia durante las primeras siete décadas del PRI en
el gobierno, no emanaba de la propia Constitución, sino de las llamadas
facultades metaconstitucionales; en pocas palabras, una fortaleza
sustentada más allá de la norma, incluso violatoria de la misma.
Ya
reinstalado en Los Pinos, el PRI ha intentado volver por sus fueros con
la centralización de la autoridad. Al principio pareció hacerlo muy
bien con la firma del Pacto por México y la consecuente adscripción de
las dirigencias de los dos principales partidos de oposición a su
proyecto de gobierno. Sin embargo, dicho acuerdo se limitó a generar una
gobernabilidad legislativa que, si bien fue fundamental en la
consecución de las once reformas estructurales consideradas necesarias
desde lustros atrás, ha probado ser insuficiente para responder dos
cuestionamientos clave: primero, ¿qué sucederá más allá de las
reformas?; y segundo, importantísimo incluso para descifrar mejor el
anterior, ¿qué acciones y qué marco institucional se requieren con el
propósito de atender y resolver los problemas estructurales del país? O
sea, qué es necesario para que las reformas surtan el efecto deseado,
asunto de gobierno, no de negociación política.
Queda
claro que el diseño actual está agotado, por lo cual es muy posible que
continuar con la estrategia de colocarle parche sobre parche (o pacto
sobre pacto) seguirá dando los mismos resultados: paliativos de corto
plazo que no acaban por extirpar los males de fondo, haciéndolos
crónicos y proclives a exacerbarse más y más con cada nueva coyuntura.
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