El intenso combate a la corrupción (desde la retórica)
Autor: CIDAC
Fuente: CIDAC
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La
corrupción es un problema endémico en el país. La inconformidad
ciudadana, avivada por las protestas recientes, tiene entre sus
principales motores la exigencia de poner fin a la impunidad vinculada
con los delitos de esta índole cometidos por funcionarios públicos. En
este contexto, el pasado 3 de noviembre, el grupo parlamentario del PAN
en la Cámara de Diputados presentó una iniciativa para reformar varios
artículos constitucionales que, entre otras cosas, daría lugar a un
Sistema Nacional Anticorrupción. El PRD tramitó su propia propuesta en
la materia este 25 de noviembre. Por último, a pesar de haber omitido el
asunto por meses, la fracción de diputados del PRI, en voz de su
vicecoordinador jurídico, Héctor Gutiérrez de la Garza, ha manifestado
su intención de concretar un esquema anticorrupción antes de que
concluya el actual periodo ordinario de sesiones el 15 de diciembre
próximo. Todo esto se enmarca en el contexto de un anuncio que haría el
gobierno federal en las próximas horas respecto a un nuevo plan de
fortalecimiento del Estado de derecho (lo que quiera que eso
signifique). Sin embargo, las eventuales acciones que se tomen en el
tema, ¿representarán un parteaguas o sólo concluirán en una simulación
más?
El
combate a la corrupción desde el gobierno se ha caracterizado por
limitarse al discurso que, aunque estridente, en el mejor de los casos
se traduce en acciones tibias o al control de ciertos grupos sociales.
Hablar de combate a la corrupción en México suele ser retórica o, peor
aún, ha implicado el diseño y puesta en marcha de instituciones que sólo
han inflado la burocracia, extraído presupuesto, y solucionado nada. En
este sentido, durante el periodo de transición presidencial, Enrique
Peña y su equipo pusieron sobre la mesa, como una supuesta prioridad de
acción al asumir el gobierno, una iniciativa de reforma que pretendía
dar origen a una Comisión Nacional Anticorrupción. Esto se ha incumplido
a cabalidad. Si bien la iniciativa se encuentra congelada en San Lázaro
desde febrero pasado, el impulso a la misma desde los Pinos ha sido
mínimo, al igual que el interés de los legisladores quienes igualmente
han sido omisos en darle trámite. En cambio, el presidente Peña parece
tener una idea resignada de que la corrupción es un asunto cultural
–como lo declaró hace algunas semanas en un programa de televisión
celebrado con motivo del 80 aniversario del Fondo de Cultura Económica—,
lo cual podría explicar su falta de entusiasmo en hacer avanzar su
propia propuesta. Lo cierto es que la coyuntura presente no sólo obliga a
los tres poderes de la Unión a actuar, sino a hacerlo de manera
contundente y convincente. Dada la (escasa) credibilidad actual de las
instituciones, esto será un reto gigantesco.
Si
bien existen ciertas áreas de oportunidad en el diseño institucional
vigente, el problema de fondo es que aun cuando se desarrolle todo un
andamiaje en torno al combate a la corrupción, ello no garantiza
resultados positivos si no se tienen reglas claras, transparentes y,
sobre todo, aplicables. ¿De qué sirven rimbombantes instituciones,
comisiones y sistemas si no tienen una aplicación cotidiana y eficaz?
Basta recordar el sui generis caso de un ex alcalde de San Blas
(Nayarit) que, durante su campaña para volver a ocupar ese mismo cargo,
reconoció haber “robado poquito” del erario público en su primera
administración. El personaje no sólo no fue sujeto a una investigación
por fraude, sino que ganó la elección municipal. ¿Acaso no hay una
Secretaría de la Función Pública –al menos de facto, porque se encuentra
extinta desde diciembre de 2012 a la espera de que el Congreso se
decida a crear su institución sucesoria, presumiblemente la Comisión
Nacional Anticorrupción— diseñada para la indagación de este tipo de
conductas? ¿No existen una procuraduría local y una otra federal con
competencia para investigar delitos vinculados con la corrupción? En
México no faltan leyes ni instituciones; eso debería quedar claro a
éstas alturas.
El
combate a la corrupción, como tarea del Estado, se encuentra marcado
por una dinámica perversa, vinculada profundamente con las licencias y
privilegios que asumen quienes acceden a cargos públicos. Estos mismos
son los encargados de redactar y ejecutar normas anticorrupción. En
términos llanos, todos tienen mucha “cola que les pisen” y nadie está
dispuesto a poner fin a esta dinámica y pagar los costos políticos. Por
ello en este tema lo que en verdad falta es voluntad y lo que sobra es
cinismo.
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