Las reformas de transparencia y anticorrupción: imposibilitar lo deseable.
Fuente: CIDAC
Autor: CIDAC
Cerca de la medianoche del 21 de abril, el pleno del Senado aprobó
reformas a diversos artículos constitucionales en materia de combate a
la corrupción. Aun cuando resta la aprobación de al menos 17 de las
legislaturas estatales para que las modificaciones se remitan al
Ejecutivo federal a fin de promulgarse, el aval del PRI y sus aliados en
el Congreso de la Unión augura pocos obstáculos en la conclusión del
proceso. Unos días antes, el 16 de abril, la Cámara de Diputados había
votado a favor la Ley General de Transparencia y Acceso a la Información
(LGTAI), la cual ya se encuentra en el escritorio presidencial
esperando su firma. De esta manera, es altamente probable que, en los
próximos días, el presidente Peña pudiera estar promulgando dichos
nuevos marcos normativos.
Los temas de transparencia y anticorrupción son factores indispensables
de la pinza que, potencialmente, cerraría el paso a la impunidad
respecto al manejo fraudulento de los recursos públicos. Asimismo, buena
parte de la desconfianza y el desencanto detentados por la ciudadanía
frente a la clase política, procede del creciente cinismo de los
funcionarios que operan en un sistema con pocos o nulos disuasivos
contra el abuso del poder, la distracción de los bienes públicos hacia
aprovechamientos particulares, la erogación de dinero en rubros
discrecionales o turbios, y la existencia de instituciones de
fiscalización inútiles, inoportunas y, por si fuera poco, onerosas. En
este sentido, los partidos políticos en el Poder Legislativo, en
especial el PAN y el PRI, acompañados de algunas organizaciones de la
sociedad civil, han calificado las recientes reformas como importantes
avances en pro de la consolidación de un régimen eficiente de rendición
de cuentas. Si bien se suele decir que en política se consigue lo
posible y no necesariamente lo deseable, el problema es cuando la
distancia entre resultados y anhelos es demasiado amplia.
Un ejemplo casi paradigmático de cómo la transparencia y el combate a la
corrupción juegan con reglas acomodaticias es el Congreso, es decir, el
poder del Estado mexicano a cargo de diseñar los mismos marcos
normativos. De acuerdo con información publicada en el semanario
Proceso, la Cámara de Diputados habría ejercido durante la LXII
Legislatura un monto de 3.042 millones de pesos no sujetos a escrutinio o
colocados en rubros de fiscalización imprecisa. Esta cifra, en términos
del aparato transitorio de la LGTAI, quedará en total opacidad porque
no aplicarán las obligaciones de transparencia hasta que la misma cámara
emita sus reglamentos en la materia (para lo cual cuenta con un plazo
de un año a partir de la publicación de la ley). El dinero etiquetado
para gestión política de los legisladores no es un secreto, como tampoco
lo es la utilización facciosa de las negociaciones de las asignaciones
presupuestarias, tal como lo expuso el episodio de los “moches” de
algunos diputados. Sólo los mismos legisladores podrían responder a
dónde fueron a parar esos recursos.
Por su parte, las reformas anticorrupción no concluyeron por resolver
tres puntos clave: 1) las instituciones como jueces y parte en las
tareas de auditoría; 2) la inviolabilidad de facto de la figura
presidencial; y 3) el fuero constitucional. El primer factor es básico,
en especial porque ha quedado demostrado que el instrumento de control
constitucional de la ratificación senatorial sobre los nombramientos
presidenciales a determinados cargos, de ninguna manera garantiza
autonomía o independencia de los funcionarios correspondientes y sus
instituciones. La Procuraduría General de la República, la Suprema
Corte de Justicia, y los órganos reguladores son botones de muestra. Lo
mismo podría suceder con la Secretaría de la Función Pública y el
Tribunal Federal de Justicia Administrativa, este último, la piedra
angular del Sistema Nacional Anticorrupción. Del mismo modo, la
conservación de las prerrogativas conferidas al titular del Ejecutivo
por el 108 constitucional, tal como lo mencionó el senador Alejandro
Encinas, no salvaguardan la inmunidad del presidente de la República,
sino su impunidad. Esto se replica de igual forma con la preservación
del fuero y con haber mantenido las herramientas de procedencia bajo
complejísimos procesos.
En esta temporada electoral, todos los partidos incluyen en su
propaganda el sonsonete de prometer luchar contra la corrupción,
aderezado en ocasiones con una colección de recordatorios de los
escándalos de sus contrincantes. Incuso, en palabras del mismo
presidente de la Mesa Directiva del Senado, el perredista Miguel
Barbosa, los legisladores estaban obligados a proceder en los asuntos de
anticorrupción y transparencia, ya que retrasarlos alimentaría todavía
más la mala imagen de la clase política frente a los ciudadanos. Al
decir lo anterior, el líder senatorial de alguna manera justificaba la
imperfección de las normas. Sobre esto, los pendientes y detalles
ambiguos de las reformas terminarán por requerir parches en la
legislación, en el caso de transparencia, o de trabajar mejor las
“letras chiquitas” de las leyes reglamentarias, para el tema de combate a
la corrupción. Por si fuera poco, la Auditoría Superior de la
Federación, otro de los órganos empoderados con la reforma
anticorrupción, ya ha declarado que las nuevas disposiciones tardarían
entre dos años y medio y tres para ser operativas. En ese tiempo pueden
suceder muchas cosas, por ejemplo, retrocesos al momento de las leyes
secundarias. En suma, si el diseño de origen es imperfecto y los
incentivos políticos apuntan a mantenerlo así, la institucionalidad en
México seguirá como un objetivo más que inalcanzable, indeseado
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